
Una hermosa arboleda recorre esta avenida en sus seis kilómetros de longitud.
Ningún otro lugar podría parecerme más bonito.
De hecho la ciudad en la vivo es una de las pocas que ha ofrecido un monumento a su bandera nacional y lo ha hecho a orillas de un río que recorre tres países. Río que ha visto crecer a mi ciudad. Primero con unas pocas viviendas, luego con una capilla que hoy es una de las catedrales más importantes del país. Paseos, edificios públicos, avenidas, artistas, y personas comunes como yo hacen de esta ciudad un bello lugar en el mundo.
Mi ciudad se llama Rosario, en la república Argentina, o como a muchos coterráneos les gusta decir “la Barcelona Argentina”, ameritando con seguridad bellezas de aquella ciudad mediterránea.
Desde hace algunos días no puedo quitar de mis ojos y de mi mente el terrible desastre natural que azoto y azota al hermano país de Haití, en aquella ciudad llamada con nombre de libro de cuento, de historias de amor y felicidad por siempre jamás: Puerto Príncipe.
¿Cómo era aquella ciudad antes del desastre? ¿Cómo eran sus calles, sus edificios, su gente? ¿Qué artistas de todas las ramas del arte hacían sentir orgulloso a los habitantes de la ciudad con nombre de historia de amor?
Mi imaginación despliega sus alas, pero súbitamente aterriza y deja de soñar para pensar nuevamente en aquella realidad.
Los edificios propios, las embajadas, aún los edificios internacionales, las calles, las casas, su gente, todo quedó derrumbado cual juego de dominó.
¿Por qué ocurren los desastres naturales? ¿Qué hizo que Puerto Príncipe fuera un lugar cuyo peligro no se pudo evitar ni se pudo preveer? ¿Qué hace de aquel país un lugar soñado para navegar por el Mar Caribe, pero que se convierte en pesadilla, para toda una población que vive en aquél lugar?
La desolación es muy grande. Para nada importa lo que siento, ni la percepción que tengo de aquel dolor.
Todo lo que importa es la vida de las personas que sobrevivieron al terremoto en Haití. Allí, se dirigen mis pensamientos, mis oraciones, mi clamor y también mi dolor. Las familias y sus niños. Los niños y sus seres queridos. Las casas con sus historias. Las calles con sus paisajes. No puedo siquiera imaginar lo que se puede sentir, pero intento tener empatía y se la pido a Dios para clamar con fe por los hermanos haitianos.
¿Por qué ocurren los desastres naturales? Cualquier explicación no calmará el dolor de toda una nación y de aún de naciones enteras consternadas por el terremoto.
Un pensamiento me tomó pero no por sorpresa. Mientras miro y escucho las noticias, mientras observo a la gente clamar por agua y comida, pienso: mi ciudad, con el monumento a su bandera nacional, orgullosa de un río que recorre tres países, madre de célebres artistas, mi lugar en el mundo, también podría haber sido Puerto Príncipe.
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