sábado, 15 de agosto de 2009

Historia de Vida.


Está atento a la voz de mi clamor, Rey mío y Dios mío, Porque a ti oraré. Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré. Salmos 5:2-3

Como en cada amanecer, desde hace años, ella entrega su carga a Dios.
Ana es una mujer de mediana edad, feliz, esposa, madre de tres niños. Cree con todo su ser que realmente es una hija amada por Dios.

Se siente segura en Cristo y por ello su oración es vivir cada día en el centro de su voluntad. Pero no todos sus días fueron así.

Desde muy joven pensó que nació para ser madre. Aunque durante mucho tiempo su corazón guardó sentimientos encontrados.

Siendo una adolescente conoció del amor de Dios manifestado por medio de Jesucristo, recibiéndolo como Salvador a la edad de dieciséis años. Creyó realmente que había nacido de nuevo.

Durante su niñez y temprana adolescencia había vivido situaciones extremas, que marcarían su vida hasta aquella mañana.

Entre sus recuerdos muy guardados convivían momentos dolorosos de su infancia, con días enteros en que era abandonada por su madre y abusos físicos a la edad de los diez o doce años, recuerdos que hasta hoy deseaba borrar y perdonar.

En el tiempo de entender claramente que todas las madres aman y cuidan de todos los peligros a sus hijos, ella con dolor, se dio cuenta de que por alguna razón su madre no la había cuidado y guardado como tenía que ser.

Fue entonces desde su niñez, que comenzaron a crecer en ella sentimientos de amargura, rencor y odio por su madre.

Nadie en su familia conocía a Dios ni su amor. En realidad Ana fue la primera en saber que Jesucristo la amaba y que vino al mundo para salvar a quienes creen en El. Luego, uno por uno los miembros de su familia conocerían la verdad que los haría libre. Primero su madre, luego de hermana mayor, por último su padre.

Con Cristo en la familia todo se renueva. Hay bendición por recomponer relaciones, hay bendición por ser libre para asistir a reuniones de fe, hay bendición material y también la bendición de formar un hogar donde Dios es el centro de la familia.

Todo esto Ana había anhelado desde muy pequeña, aún cuando nadie le había hablado de Jesús y su amor, ella tenía deseos de ser encontrada por alguien que la amara, la protegiera, la tuviera en cuenta. Y entonces conoció a Jesús. Su vida nunca más sería igual. El amor de su Salvador cambiaría toda su persona, y sentiría la felicidad que trae el genuino encuentro con Dios.

Los años que siguieron son muy parecidos a los de muchas jóvenes. Crecimiento espiritual, noviazgo, estudios, una nueva profesión, trabajo, su casamiento y luego la llegada de sus hijos.
Uno a uno, los niños llegaron a su vida como un regalo del eterno amor de Dios.
Con cada pequeño Ana experimentaba felicidad renovada, ansiedad multiplicada, incertidumbre compartida...

Pero desde aquellos primeros años de su tarea como madre, se reavivaron en ella los sentimientos de rencor, amargura y aún odio que tenía muy guardados en su corazón en contra de su madre.

Por aquellos primeros años de su maternidad, Ana buscaba en Dios todos los consejos para criar a sus hijos, cada sentimiento, cada anhelo, aún cada dolencia de sus hijos la ponía a los pies de Cristo, para que fuera El, quien le diera el consejo. Desarrolló con Dios una relación muy especial, sintiendo que Su Padre le hablaba por medio de las escrituras, en la oración, en sus pensamientos...

Pero todo aquello no lograba mitigar los sentimientos que ella conservaba. Su madre, ahora hermana en la fe, conoció a Cristo poco tiempo después que ella, solo que nunca se enteró de los sentimientos que ella tenía. Y como toda madre amorosa, acompaño a su hija durante todos los momentos de su maternidad.

Aquellas vivencias se tornaban muy difíciles de soportar y sobrellevar. Su madre la visitaba, la ayudaba, le daba consejos, la cuidaba tanto como a sus hijos, pero ella no podía resistir estar a su lado...

¿Cómo describir los sentimientos tenía cada noche? Tristeza, angustia, dolor, llanto, odio...
No podía comprender como ahora le daba consejos sobre cosas que ella nunca había hecho, le hablaba de cuidar a sus hijos de los peligros que podían tener con desconocidos, cuando ella nunca la cuidó, por el contrario la abandonó y nunca le creyó...

Todo eso no le permitía ser feliz junto a sus hijos y su esposo, pues ella comprendía que por haber nacido de nuevo y ser una hija de Dios, por haber Cristo perdonado todos sus pecados, ella debía en obediencia y por amor a Su Salvador, perdonar y olvidar todo lo vivido en su niñez.

De memoria repetía las palabras: Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros. (1º Juan 3:10-11). Cada día, en oración, le rogaba al Padre que la hiciera libre de todo el dolor y los recuerdos, para perdonar y amar a su madre como podían hacerlo tantas mujeres a quienes había escuchado muchísimas veces.
Pero ella tenía fuertes sentimientos de no poder. El Espíritu Santo la exhortaba, y la lucha espiritual era muy grande. Persistió así varios años, desde el nacimiento de su primer hijo hasta varios años después.

Por alguna razón que tampoco pudo comprender al principio, aquella mañana se despertó y se sintió distinta. Una vez más, como tantos otros días leyó las palabras: Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él; pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas. Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él. (1º Juan 3:18-22)

Aquellas palabras confirmaron lo que ella misma estaba sintiendo. Al entregar aquella carga de querer perdonar y amar a su madre, su corazón no se entristeció al orar, por el contrario sintió alegría y paz. Una paz que solo puede venir de quien es Consejero, Admirable, del Príncipe de Paz, de aquel que la encontró para amarla, de Jesús.

Su corazón no la reprendía como tantas mañanas. Entonces, le rogó por última vez poder perdonar y amar a su madre. Y Dios no es deudor de nadie. Abrió los ojos, ensancho sus brazos y su corazón. Esa fue una mañana distinta. Después de tantos años sintió que en palabra y en verdad se reconciliaba con su madre. .. Nunca se habían distanciado físicamente, pero su corazón estaba a miles de kilómetros de la persona que le dio la vida.

Los días, los meses y aún los años que siguieron a aquella mañana estuvieron llenos de la gracia de Dios.
Cordialidad, cariño, confianza, fueron los sentimientos que Ana aprendió a desarrollar y a dar a su madre.

Hoy puede mirarla a los ojos, estrechar sus brazos, asistirla en la enfermedad, amarla, dejarse cuidar cuando lo necesita...

Aquella mañana, cobraron vida los escritos antiguos que decían: Cristo me ha dado la paz. Por medio de su sacrificio en la cruz, Cristo ha derribado el muro de odio que nos separaba y de nuestras dos vidas ha hecho una sola. (Paráfrasis de la autora de Efesios 2:14)

1 comentario:

Lisi dijo...

Qué historia de reconciliación tan hermosa. ¡Una que no se puede inventar! Solo Jesucristo puede hacer algo así.